sábado, 4 de junio de 2011

"EL REY DE LOS JÍBAROS"


Aventurero y audaz, Alfonso Graña fue uno de tantos gallegos que emigraron en busca de fortuna. Pero su historia es de cine. Empezó como cauchero en Iquitos (Perú), y cuando murió, en 1934, se había convertido en el rey Alfonso I y reinaba sobre 5.000 indios jíbaros del Amazonas

Ildefonso Graña Cortizo, más conocido como Alfonso Graña Amiudal, había nacido en el pueblo de Avión en la provincia de Orense, el 5 de marzo de 1878. En la Selva Amazónica del Perú. Fue proclamado "Rey de los Jíbaros", con el nombre de "Alfonso I de la Amazonia". Fue rey ( apu) de las tribus Jíbaras, Aguarunas y Huambisa en los ríos Nieva y Santiago del Alto Marañón.
Partió analfabeto y aprendió a leer y a escribir en la selva, donde nadie leía y escribía. Las tribus Jíbaras Huambisa y Aguaruna del alto Amazonas, conocidas por guerrear sin pausa y reducir las cabezas de sus enemigos, ejecutaban sus órdenes con respeto y cierta reverencia, pues aquel hombre blanco, inmune a las fiebres, al veneno de las tarántulas o a la furia de los rápidos, parecía a veces inmortal. Como el Kurtz de Conrad en El corazón de las tinieblas, también vivía río arriba, en compañía de los salvajes. He ahí, no obstante, la única coincidencia con el personaje literario. Graña fue un Kurtz bueno que falleció de muerte natural en algún remoto lugar de la inmensa selva. Una desaparición recogida por grandes periódicos de la época y evocada, como antes lo había sido su vida, por escritores y científicos de una II República española que también pronto moriría.
En una casucha derruida de la parroquia orensana de Amiudal, perteneciente al Ayuntamiento de Avión, célebre por ser la patria chica de acaudalados emigrantes como el magnate de la prensa mexicana Mario Vázquez Raña, hay una lápida con la siguiente inscripción: “Casa natal de Alfonso Graña, rey de los jíbaros”.
“Está por ahí arriba”, dice un anciano señalando las ruinas con su bastón. Y añade, mirándome con curiosidad: “De vez en cuando vienen algunos fanáticos a verla”. En su lugar natal no parece despertar demasiado entusiasmo la figura de Alfonso Graña, pero lo cierto es que comienza a cobrar caracteres de mito gracias a un puñado de entusiastas investigadores que desde hace unos pocos años se afanan en recabar información sobre uno de los personajes más fascinantes que haya dado la emigración gallega. Un hombre que, partiendo de una aldea misérrima de la Galicia del siglo XIX, llegó a dominar a miles de indios amazónicos y a ser respetado por quienes le conocieron o supieron de él.
A Graña, alto y delgado, la apostura le venía de familia, conocida en la remota aldea natal por el apodo de Los Chulos. Le gustaba –quizá herencia del padre, sastre– vestir elegantemente, y se tocaba con unas gafas redondas que le daban un aire intelectual. Esa imagen, al parecer, le libró de morir a manos de los feroces jíbaros, y su audacia e inteligencia le servirían para suceder a su suegro a la muerte de éste.
La pobreza y las enfermedades castigaban secularmente las comarcas de la montaña gallega, lo que motivó a finales del siglo XIX una emigración masiva a América. Graña, como otros muchos de la zona, embarcó con destino a (Brasil) y un tiempo después se trasladó a Iquitos (Perú).
En Iquitos, próspera ciudad amazónica gracias a la industria del caucho, reside Alfonso Graña durante una década y traba profunda amistad con otro personaje de novela: Cesáreo Mosquera. Originario de una parroquia cercana a Amiudal, Mosquera era un ferviente republicano que había hecho la guerra en Filipinas antes de asentarse en la capital del departamento peruano de Loreto, donde había formado una familia y fundado la célebre librería Amigos del País, verdadero centro de reunión de una colonia española que acudía allí para enterarse de las últimas novedades de la patria y leer con fruición las novedades del Ya o El Sol.
Graña, trabaja como cauchero y buscador de oro.  “Tras la crisis del caucho, en 1922, se internó en lo más profundo de la selva acompañado de un vecino y amigo de Galicia. Allí se encontraron con una tribu de indios jíbaros. Su amigo es asesinado, pero a Alfonso Graña le respetan la vida porque se encapricha con él la hija del apu (jefe)”, según el relato de su sobrina Rosa Iglesias Graña.
Ildefonso tuvo dos hijos, de tez blanca, ojos celestes y cabello rojizo. La mayor murió muy joven, a los 10 años, a consecuencia de los golpes que su madre le propinó en la cabeza tratando de impedir que el padre llevara a conocer Iquitos al varoncito de siete años.
La madre golpeaba a la niña contra el árbol más cercano, mirando a Alfonso para que desistiese del viaje, pero él bajo la cabeza y subió con su hijo menor a la balsa, que estaba repleta de plátanos, carne disecada y otros productos, y puso rumbo a Iquitos.
Llegaba a la casa de su hermana Florinda Graña Cortizo casada con José Iglesias Álvarez, donde le esperaba su sobrina Rosa Iglesias Graña. Durante varios años se pierde su rastro, hasta que un día aparece en Iquitos con remeros indios y dos balsas cargadas con productos de la selva. “Los indígenas lo adoraban y lo seguían a todas partes. En la ciudad les curaba las úlceras de las piernas, les cortaba el pelo, les compraba helados, los llevaba al cine, les ponía la radio, paseaban en automóvil... . Más allá de estos divertimentos, Graña acudía a la ciudad para hacer negocios y después se iba. Aparecía una o dos veces al año con las balsas cargadas de carne curada, pescado salado, monos, venados, bueyes y tortugas, siempre rodeado de jíbaros que mostraban a las asombradas hijas de Mosquera las tzantzas o cabezas reducidas. Nadie sabía dónde vivía exactamente, pero se movía sobre todo en el entorno del Pongo de Manseriche, el terrible rápido a 10 jornadas enteras de canoa, río arriba, desde Iquitos.
“Diez kilómetros de violentos remolinos, rocas, torrentes…”. Así describe Mario Vargas Llosa el Pongo en su novela La casa verde. Con el tiempo, la gente fue relacionando la ascendencia de Graña sobre los jíbaros, entre otras cosas, con su capacidad para atravesarlo sin siquiera amarrarse a las balsas, como un loco inmortal llegado de otro mundo. No es para menos, porque el Manseriche, donde las aguas del Marañón se encajonan en un angosto cañón rocoso de sólo 25 metros de ancho y acaban precipitándose sobre una piedra de 30 metros de altura, era y sigue siendo un infierno de remolinos que se traga decenas de hombres y barcos de gran porte.
Sólo los jíbaros más valientes se atrevían a navegar el Pongo… y Graña, cruzaba la torrentera agarrado tan sólo a su pértiga y encomendándose a voz en grito al padre Rafael Ferrer, un sacerdote español que 100 años antes había muerto en el río y cuyo espíritu, según el gallego, le protegía. Graña, además, había enseñado a los indios a aumentar la producción de sal, indispensable para curar el pescado y la carne, y se empleó a fondo para reducir los conflictos entre Aguarunas y Huambisas utilizando sus dotes de persuasión y su capacidad de mando.
 “Allí visitaba, a su amigo Cesáreo Mosquera. Su fama, con el transcurrir de los años, fue creciendo. Mosquera, que, a pesar de haber aprendido a leer ya mayor, tenía una irrefrenable pasión de cronista, le sentaba delante de él cada vez que llegaba, le instaba a contarle sus aventuras y, mientras tanto, reproducía su cháchara tecleando compulsivamente en su vieja máquina de escribir. Esas páginas, redactadas con fluidez y gracejo, cuajadas de faltas de ortografía y expresiones en gallego, representan hoy un testimonio clave para comprender la vida de Graña, su relación esporádica con la civilización y su posterior contacto con uno de los proyectos científicos más ambiciosos de la II República.
Mientras tanto, Cesáreo Mosquera se entera por un artículo de Víctor de la Serna de que el famoso aviador republicano Francisco Iglesias Brage lidera en España una denominada Expedición Iglesias al Amazonas, con el apoyo del Gobierno y de intelectuales de la época como Gregorio Marañón o Ramón Menéndez Pidal. Sin pensárselo dos veces, y aún incrédulo, Mosquera le escribe a Brage: “Supongo que es una broma [la noticia], pero si no lo es, aquí estamos Graña y yo”.
El aviador, famoso por hazañas como su vuelo sin escalas de Sevilla a Salvador de Bahía en 1929, le contesta de inmediato y a partir de ese momento el librero y su amigo Graña se convierten en entusiastas colaboradores del proyecto. Mosquera escribe decenas de cartas a Brage con datos preciosos para los preparativos de la expedición, “entrevista” compulsivamente a Graña cuando éste se acerca a Iquitos sobre todo de tipo de aspectos relacionados con la vida en la selva –costumbres de los indios, distancias, fauna, formas de las embarcaciones– e incluso inquiere a los jíbaros –con la ayuda de un sospechoso ahijado de Graña, de gran parecido con éste, que hacía de traductor– sobre la técnica para reducir cabezas o los efectos de la ayahuasca, la planta “que no se toma para curar, sino por soñar”.
Durante estos años, cada vez que baja de la selva relata a Mosquera cuanto pudiera ser de interés para la Expedición y éste se lo envía al capitán Iglesias Brage que a su vez se lo facilita a Víctor de la Serna, el cual dedica varios artículos: “Alfonso Graña el español que reina como señor único por encima de tratados y fronteras… en la Amazonia. Dominaba Graña, único ser blanco habitante de la selva, una zona comprendida entre los ríos Nieva, Santiago y Alto Pastaza; en una extensión como la de Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva juntas. La pueblan los indios mas indómitos del Continente, los temibles indios jíbaros, disecadores de cabezas, magos y guerreros; e intocables a toda civilización. Su sagacidad e inteligencia le permitieron realizar la encomiable tarea “de civilizar a su modo” a estos belicosos indios, enseñándoles a curtir pieles, a fabricar chozas, a extraer sal de un rió salino que pasaba por su territorio, a desecar la carne del paiche, gigantesco pez del Amazonas…pacificando a las diferentes tribus que habitaban este inmenso territorio.
Cuando, la Stándar Oil y la Stándar California, quisieron explorar el territorio en busca de petróleo, tuvieron que pactar con Graña, que los guió a través de la selva “…y los americanos pudieron vivir y comer…” En 1932 la Latín American Expedition dirigida por Mr. Williers se perdió en la selva, Graña salió en su auxilio aprovisionándolos de víveres. En 1933 un avión de las Fuerzas Aéreas Peruanas se estrelló en la selva, falleciendo el piloto. Con la ayuda de sus fieles indios embalsama el cadáver, construye un ataúd con madera y chapas y en dos balsas de más de 10 metros que el mismo había construido, traslada el féretro y dos hidroaviones desarmados hasta Iquitos, atravesando el temible Pongo de Manseriche, en una epopeya sin precedentes.”Por este gesto de gran señor ” fue gratificado por las Fuerzas Aéreas Peruanas. En la actualidad el Aeropuerto de Arequipa ( Perú), lleva el nombre del piloto rescatado por Graña “ Aeropuerto Internacional Alfredo Rodríguez Ballon” Alfonso Graña falleció en la selva en 1934 a los 56 años de un cáncer de estómago, con la respetuosa veneración de los indios jíbaros.
Lo cierto es que Graña desapareció en los confines de la selva sin que ni siquiera su gran amigo librero tuviera noticias de él, pero cuando vuelve a aparecer lo hace de forma espectacular. El periodista y escritor Víctor de la Serna, el primero que utilizó el sobrenombre de Alfonso I, Rey de la Amazonia, y quizá la persona que más contribuyó a ensalzar la figura de Graña en la España republicana, describió así el momento: “Al cabo de unos años se supo por unos indios jíbaros, de la tribu de los huambisas, que allá por la gigantesca grieta que el Amazonas abre en el Ande, hacia el Pongo de Manseriche, vivía y mandaba un hombre blanco. Graña era el rey de la Amazonia. Y entonces un día, hacia Iquitos, avanzó por el río una xangada con indios jíbaros, muchas mercancías (…) y Graña. Lo reconocieron sus amigos y, sobre todo, con doble alegría, Mosquera”.
 “Acaba de llegar aquí nuestro paisano Alfonso Graña de su tribu del río Santiago y Marañón con indios huambisas trayendo una balsa con mucha metralla para vender aquí”, consigna en uno de esos escritos. “Animales y aves curados y ahumados, parece un necroterio (sic), que diría Darwin”. “Ya nos retratamos y todo con ellos”, añade en otro, “y hasta con la cachola de una mociña que han escamochado saben ellos por qué”.
Víctor de la Serna comienza a hacerse eco del poder de Graña en los periódicos y revistas de la época, mientras la Expedición Iglesias al Amazonas alcanza velocidad de crucero. El 16 de junio de 1932, las Cortes elaboran una ley para darle el definitivo impulso y se inicia la construcción del Ártabro, un buque especialmente diseñado a tal efecto que contenía desde un laboratorio hasta pequeños aviones de alas plegables con los que realizar las exploraciones.
Mientras tanto, Mosquera, que seguía al dedillo la evolución del proyecto, no sólo se limita a enviar datos por escrito, sino que le hace llegar a Iglesias Brage todo tipo de material traído por Graña: botellitas con agua del río, con petróleo, monos ahumados, paujiles, paiches, capullos de crisálida y decenas de fotografías realizadas por el gallego selva adentro. Víctor de la Serna divulga sin descanso los trabajos. El filósofo Ortega y Gasset se suma al patronato de la expedición y es entonces cuando, de nuevo en el Amazonas, un suceso acaba por asentar definitivamente el reinado de Alfonso Graña.
Alfonso Graña no pudo disfrutar mucho de su gloria. El misterio de la causa y el momento de su muerte se mantendría hasta que Maximino Fernández localizó una carta firmada por Luis Mairata, un español residente en Iquitos, y enviada al capitán Iglesias Brage en diciembre de 1934: “Le supongo enterado de que el pobre Graña murió el mes pasado”, dice, “cuando se dirigía a su fundo del Marañón. El pobre padecía cáncer de estómago y no tuvo remedio”.
Murió en plena selva, y nunca se localizó su cadáver. Su gran amigo Cesáreo Mosquera se había marchado el mes de junio de ese mismo año a España, con intención de quedarse. De la Serna le dedicó en enero de 1935, en el periódico Ya, un inspirado obituario: “Detrás de su alma en tránsito”, escribió; “detrás de su alma simple, como la de una criatura elemental, la selva se habrá cerrado en uno de esos estremecimientos indecibles del cosmos vegetal”. Poco después, la Guerra Civil se llevó por delante, entre tantos sueños, el de la Expedición Iglesias al Amazonas. Y casi se lleva también a Mosquera, que, republicano confeso, huyó a Portugal, y de ahí, de nuevo, a Brasil. Nunca regresaría a España. Murió en Iquitos en 1955. Hoy, su librería sigue ahí, aunque con el nombre cambiado. Ahora se llama Tamara.




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