Estoy en Lima y respiro ese característico olor de mi ciudad a hierro oxidado, contemplo su cielo panza de burro, porque nunca llueve, haciendo que mi ciudad sea para mi única e incomparable. No voy a negar que Lima tenga cosas maravillosas, pero Lima es la ciudad mas contradictoria del planeta, Chacarilla y Pamplona, La de Lima y San Marcos, el jirón de la Unión y la Calle de las Pizzas, el Averno y la Galería “La Galería” y muchos lugares más. Lima nos puede parecer absurda, ridícula, trágica, chicha, alegre, pequeña, inmensa y muchos adjetivos más pero es mi ciudad.
Salgo a pasear por las calles de mi Lima, por aquellas que frecuentaba cuando iba a la Facultad de Letras de la Plaza Francia. Al llegar a mi recordada casona de estudios se me agolpan los recuerdos, aquellos que ya jamás volverán.
Me viene a la memoria aquello que el escritor Abraham Valdelomar dijera de que: “El Perú es Lima. Lima es el Jirón de la Unión. El Jirón de la Unión es el Palais Concert. Luego, el Perú es el Palais Concert.” donde se reunía el grupo literario Colónida presidido por el propio escritor, Lima tenía por aquellos años una gran tradición de tertulias literarias, artísticas, bohemias, revolucionarias... en cafés de todo tipo y pelaje. Hoy al pasear por sus calles me encuentro que todo ha cambiado, ya esos cafés y tiendas de mi época no existen, ahora en su lugar hay nuevos ocupantes.
Cuando voy al centro de Lima, es para mi obligado, ir como todos los años al Cordano. El Cordano es la plantilla de la fonda italiana afincada en Lima. Con la mejor ubicación del mundo. Frente al lateral del Palacio de Gobierno y a la fachada espléndida de la Estación de Desamparados. Al menos su salón principal, pues el privado da discretamente a Pescadería. Su historia es la historia de los bienes patrimoniales en el Perú. Su valor ha sido revalorizado muchas veces, cuando proyectos cabildeteros lo querían reemplazar por galerías comerciales, o cosas peores. Sin embargo, el Cordano tiene una categorización de bien patrimonial del Instituto Nacional de Cultura, que es a la vez la tabla de salvación y su condena; no se puede tumbar el local, pero tampoco se le puede hacer modificaciones. Figura en las guías de Lima como un must. Es que lo es, testigo de una manera de vivir la ciudad, vouyeur de sibilinas maquinaciones políticas, pascana de poetas y pintores importantes. El Cordano es famoso por sus tallarines, los ravioles de la casa, la causa a la limeña, el sancochado, la insuperable papa a la huancaína, el tacu tacu a la sabana, los sesos a la italiana con su copa de tinto sobre platillo blanco. Entre las bebidas, “un sol y sombra” (gin con cinzano), así como un buen vaso de vino y “conejo” (anís con agua mineral). En 1996, el Instituto Nacional de Cultura declaró Monumento Histórico Nacional al conjunto del que Cordano forma parte. La esquina data de 1756, cuando era casa de oidores. Abarca el Cordano, la zapatería Vallejo (familiares del poeta) y el Hotel Comercio. El bar fue abierto en 1906, sus sueños fueron obviamente los Cordano, y su clientela original, empleados de tiendas, trabajadores medios, eventualmente obreros. El poeta Martín Adán lo frecuentó, sobre todo mientras vivió en el Hotel Comercio. Allen Ginsberg lo conoció allí y es probable que sobre la mesa, ante un par de cervezas negras, ambos hayan soslayado lo que los unía, aparte de la poesía; su pasión por los muchachos. Juan Mejía Baca, amigo íntimo y editor de Rafael de la Fuente, ayudado por los camareros recopiló las servilletas donde Martín Adán escribió “La mano Desasida”. Luis Alberto Sánchez almorzaba con frecuencia en el Cordano. El pintor puneño Víctor Humareda- “el último de los bohemios”, como dice el pintor y critico Eduardo Moll-, bebía jugo de naranja y pedía tallarines con tuco, bien recocinados. Cuentan que Chocano y Vallejo se dieron ara a cara en este bar. Difícil pero no imposible. Por lo demás , autoridades municipales y presidenciales han frecuentado sus mesas.
Tampoco es posible pasar por Lima sin comerse un ceviche, unas conchitas a la parmesana, una jalea, un chicharrón de calamares o una corvina a la chorrillana. Cevicherías hay muchas; la mejor, para mí, no sólo por la comida sino porque la sazón y la atención de Paola son memorables, era El Gato que, liquidadas sus siete vidas, ha pasado al recuerdo; creo que esa fue mi gran ausencia esta vez. Sin embargo, tenemos otras, desde las de más "producidas" como Pescados Capitales, La Mar o El Segundo Muelle (la mejor, sin duda, es Costanera 700, donde te puedes comer una chita a la sal que de deshace en la boca acompañada de un chaufa de pescado inimitable), hasta las más populares y típicas como Punto Azul, El Limón o Punta Arenas. Cualquier limeño que se respete conoce una cevichería, "la cevichería", ese lugar fabuloso donde se prepara "el mejor ceviche de Lima", a decir de los parroquianos.
Pisar el Perú y no comerse un chifa es un delito (y si no lo es debiera tipificarse). No hay lugar en el mundo donde la comida china sea mejor, ni en China. El acriollamiento de las costumbres culinarias que trajeron los coolíes cuando fueron engañados y esclavizados por los hacendados en el siglo XIX, dio como resultado una mezcla fenomenal en la que se funden tradiciones asiáticas, africanas e indígenas en un alimento único por su variedad, por sus aromas y gustos. Chifas hay miles y el mejor es el del barrio de nuestra infancia, el que estaba junto "al chino de la esquina" (la bodeguita socorrida), ese con media docena de mesas siempre abarrotadas, cocina de dudosa pulcritud y cubiertos grasientos donde la inmensa sartén (el wok) jamás ha sido lavada y guarda allí, en medio de los refritos pegoteados, el secreto de un sabor inconfundible e inigualable. Un arroz chaufa, unos wantanes fritos, una gallina tipakay, un pollo chijaukay, un chancho al ajo, un pato pekinés o una deliciosa tortilla de verduras, elevan al más distraído al sétimo cielo. Si bien el mejor es que mejor conocemos, hay muy buenos como el Wa Lok, el Salón Capón, el Tití, el de Charito (en la cuarenta de Paseo de la República) o el que está en la avenida El Polo, cuyo nombre jamás supe. Si se quiere ser más exclusivo y excluyente bien se puede ir al O-mei, al final de la Javier Prado (el pato pekinés allí es soberbio), jamás defraudará.
Si de comida criolla se trata hay lugares tan célebres como el José Antonio, el Señorío de Sulco o Las Brujas de Cachiche, aunque para tales menesteres sea mejores los "huecos", los restaurantes de la gente de a pie que abundan en el centro o en las zonas más típicas, esos lugares con media docena de mesas que se las arreglan para atender infinidades de clientes que van hasta Barios Altos, La Victoria o el Rímac, solo por su sazón. Siempre quedan, ahora renacidos, los kioskos del Estadio Nacional donde las anticucheras lo esperan a uno para preparar los chinchulíes, el anticucho, la papita dorada, todo con su ají con huacatay y su chicha. Y, claro, de postre, impostergables, insuperables, infinitos, unos picarones magníficamente bañados en la más dulce miel de chancaca.
Si es cierto que para comer buenas carnes hay que irse hasta Argentina, también es verdad que El Hornero da la pelea honrosamente. Allí también La Carreta y El Rincón Gaucho, aunque ninguna, se compara a las parillas que hacía Carlitos achicharrándose el estómago mientras mis compañeros y yo, conversábamos, una vez más, de las cuchucientas mil veces repetidas anécdotas del colegio.
La mejor pasta que he comido fueron los tallarines verdes (al pesto) que prepara mi amiga y “hermana de corazón” Silvana, allá en su casa de Barranco, donde suelo ir todos los domingos. Podemos ir degustar ricas pastas en La Trattoria di Mambrino, lugar imperdible donde los dueños (Sandra y Hugo) atienden de maravillas (aunque Hugo no perderá la ocasión de hacerte brindar con un vino "buenísimo" y caro, no importa, los ravioles rellenos de camote justifican la cuenta). Donatello (en la Encalada) es un clásico y allí, Rosa María y Lalo, hacen pasar a sus clientes momentos extraordinarios con platos de antología. Sin embargo, también hay otros lugares célebres como el San Seferino o Don Vito (del cual huimos alguna vez mis amigos y yo en la adolescencia cuando vimos los precios y nuestras magras propinas no alcanzaban para ese lujo).
Si de comida criolla se trata hay lugares tan célebres como el José Antonio, el Señorío de Sulco o Las Brujas de Cachiche, aunque para tales menesteres sea mejores los "huecos", los restaurantes de la gente de a pie que abundan en el centro o en las zonas más típicas, esos lugares con media docena de mesas que se las arreglan para atender infinidades de clientes que van hasta Barios Altos, La Victoria o el Rímac, solo por su sazón. Siempre quedan, ahora renacidos, los kioskos del Estadio Nacional donde las anticucheras lo esperan a uno para preparar los chinchulíes, el anticucho, la papita dorada, todo con su ají con huacatay y su chicha. Y, claro, de postre, impostergables, insuperables, infinitos, unos picarones magníficamente bañados en la más dulce miel de chancaca.
Si es cierto que para comer buenas carnes hay que irse hasta Argentina, también es verdad que El Hornero da la pelea honrosamente. Allí también La Carreta y El Rincón Gaucho, aunque ninguna, se compara a las parillas que hacía Carlitos achicharrándose el estómago mientras mis compañeros y yo, conversábamos, una vez más, de las cuchucientas mil veces repetidas anécdotas del colegio.
La mejor pasta que he comido fueron los tallarines verdes (al pesto) que prepara mi amiga y “hermana de corazón” Silvana, allá en su casa de Barranco, donde suelo ir todos los domingos. Podemos ir degustar ricas pastas en La Trattoria di Mambrino, lugar imperdible donde los dueños (Sandra y Hugo) atienden de maravillas (aunque Hugo no perderá la ocasión de hacerte brindar con un vino "buenísimo" y caro, no importa, los ravioles rellenos de camote justifican la cuenta). Donatello (en la Encalada) es un clásico y allí, Rosa María y Lalo, hacen pasar a sus clientes momentos extraordinarios con platos de antología. Sin embargo, también hay otros lugares célebres como el San Seferino o Don Vito (del cual huimos alguna vez mis amigos y yo en la adolescencia cuando vimos los precios y nuestras magras propinas no alcanzaban para ese lujo).
Si de Pizzas se trata, está el inolvidable Don Rosalino, en la siempre socorrida y polémica "calle de las Pizzas"; o, más de postín, se pueden probar las novedades de Antica o la deliciosa pizza "al pesto" de La Linterna (junto con una fresca ensalada de berros).
Para visitar cafeterías también Lima tiene lo suyo. Mi favorito es el Café Haiti, donde me siento como en mi casa y donde los atentos camareros están siempre dispuestos a satisfacer a los molestos clientes (como yo) con los platos que se nos antojan. Después, tenemos La Baguette, con un pan delicioso, y La Bomboniere, con una canastilla de sanguchitos para el lonche que son un pecado. Ahora hay tantas y tan buenas que en la carrera de las cafeterías no se quedan muy atrás ni la San Antonio (el mil hoja de fresas con crema chantilly) ni Bocatta (sus helados), ni Delicass (sus desayunos), ni Tanta (con platos tan exquisitos que ellos podrían alegar que son un restaurante, o si no me remito a los anticuchos shuller o al lomo saltado). Claro que si se trata de una exquisitez, de una rareza, de darse una molestia por algo singular, es imposible dejar de ir a comer los dulces incomparables (torta de profiteroles, relámpago de lúcuma) de Italo, allá, medio perdido, en Magdalena.
Para sándwich, La Rueda (siempre que los prepare Zósimo –hay que decirle que somso recomendados "de pepito"-) o El Peruanito en Miraflores o Macarios en Surco o el Palermo (donde también hay una leche asada muy buena, como las de antaño). La novedad es un lugar moderno llamado Pasquale Hermanos (pasé por allí y me comí un pan con chicharrón, pero aún está lejos del sabor de los de Mala; es que eso de "sándwich medio gourmet" no me convence, es como comer pollo a la brasa con cubiertos de plata cuando todos sabemos que se disfrutan mejor apeándose, con la mano). Si le exijo a mi memoria, recordaré que los mejores sándwich que probé alguna vez, a la salida de las clases de la Facultad de Letras, fueron los de esa esquina en el Centro de Lima, cerca del jirón Quilca, el sándwich y el lugar tenía un encanto especial, siempre lleno, siempre apurados los que atendían en la barra, esa barra donde uno pedía y pagaba y comía acomodándose donde pudiera teniendo de telón de fondo un mostrador donde se hallaban expuestos, con sus carnes doradas, docenas de pavos horneados, jugosos y listos para ser tasajeados por el sanguchero). Eso sí, si se trata de acompañar el sándwich de los más deliciosos jugos de frutas que jamás se han hecho en Lima, no se puede dejar de ir a Las Delicias a tomarse un celestial jugo de mandarina con granadilla acompañado de un sándwich de lomito con palta o a disfrutar un sándwich de pollo y mayonesa, acompañado con un juego de lúcuma bien frío.
Ah, ¡la lúcuma! Si algo tiene Lima que nadie más tiene, es una oferta interminable de helados de lúcuma, esa fruta sagrada que crece en el Perú y en el norte de Chile, esa fruta única, de sabor inconfundible y radical que solo acepta fanáticos irrecuperables como yo. Antes que cualquier otro, un helado D`Onofrio de lúcuma (que no tiene nada que ver con el sabor original de la fruta pero que es el gusto con el que crecimos todos los peruanos que asaltábamos la carretilla del heladero que pasaba por nuestras calles y parques haciendo sonar esa inconfundible bocina), y luego, claro, podemos ir a una de esas heladerías maravillosas que hay en la ciudad. ¿Las mejores?, el Quatro D y Laritza. No obstante, es necesario dejar claro que nadie ha comido un verdadero helado de lúcuma si es que no ha pasado por el kilómetro sesentaitantos de la carretera al sur y ha parado en Chilca, junto a ese kiosquito que dice "Helados Ovni", tan deliciosos que solo pueden competir con el nostálgico zambito de lúcuma del TipTop (donde también es imprescindible comerse una tiptorella acompañada de un milshake de lúcuma).
No puedo olvidarme del pollo a la brasa con muchas papas fritas con mayonesa y una generosa porción de palta, todo eso acompañado de una Inka Kola bien helada o una jarra de chicha morada (delicia del maíz morado hervido con cáscara de piña). Claro, para comer pollos hay para escoger, desde las más socorridas pollerías de barrio, hasta la cadena internacional Pardo´s Chicken, pasando por La Granja del Abuelo. Se puede disfrutar también de todos los pollos que el cuerpo aguante en la clásica Granja Azul o en el más reciente El Pillo, ambos a las afueras de la ciudad (imperdibles los anticuchitos de hígado de pollo con mayonesa). Para los nostálgicos, nada como un pollo del Rancho o del Pollón, esos decanos.
En fin, Lima engorda, deliciosamente, pero engorda. Y eso que no he pasado por los restaurantes "gourmet" y los de "cinco tenedores" que ahora abundan en la ciudad y que han convertido a la antigua capital del virreinato del Perú en uno de los destinos gastronómicos más importantes del mundo.
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